SARAI MOLINA
Si hace veinte años me hubieran dicho que hoy estaría escribiendo aquí me habría sorprendido, porque hubo un momento de mi vida en el que creí que me había alejado totalmente de la vida cristiana. Haciendo memoria, sé que no hubo ningún motivo concreto. Me pasó lo que a muchos jóvenes después de la Confimación, cuando comienzan los estudios universitarios y se van desvinculando poco a poco de un grupo y de la asistencia a misa.
¿Qué fue lo que me volvió a unir después? Pues fue la música, que era precisamente lo que me había enganchado la primera vez.
Llegado este punto y antes de continuar, me presento, porque muchos de los que están leyendo estas líneas no me conocerán. Soy maestra de música en el colegio Ramón y Cajal de Puertollano y catequista en la Parroquia de San José. Además canto en la Coral Diocesana de Ciudad Real y pertenezco a la Comisión de Música y Juventud de la Delegación de jóvenes (siendo la menos joven del grupo)
Antes de ser joven, cuando era pequeña, en mi familia no tenía una educación cristiana. A mí me bautizaron pero a mi hermana pequeña no. Simplemente mis padres no sentían necesidad de vivir la fe. Mi abuela fue quien me enseñó a rezar por las noches algunas oraciones, el Jesusito de mi vida, a santiguarme, cancioncitas de misa…. Ellos vivían en Madrid y únicamente los visitábamos de vez en cuando si no había cole, de modo que solo bendecíamos la mesa en puentes, Semana Santa….
Recuerdo un domingo que nos quedamos en Puertollano y fuimos a comer los cuatro a un restaurante. Estaba contenta, aunque no sé muy bien qué celebrábamos, y me atreví a decirles a mis padres que quería bendecir la mesa. Todavía veo aquel cruce de miradas antes de su sonrisa condescendiente. Les hizo gracia, pero interpreté que casi preferían que no empezara allí una costumbre.
Y como no podía ser de otra manera, no surgió la costumbre, ni ninguna otra relacionada con la fe porque no iba a catequesis, y mi contacto se limitaba a la clase de religión escolar, o vacaciones, cuando la abuela nos ponía a rezar por las noches. Ese momento lo sentía como algo íntimo y mágico, comparable con un cuento especial.
Entonces, a los 10 años, con el divorcio de mis padres, las circunstancias familiares hicieron que nos quedáramos a vivir en Madrid, durante dos años, con mis abuelos. Allí comenzamos a ir a un colegio religioso y naturalmente, también empezamos a ir a catequesis, y a participar en el coro de la iglesia, en el que cantaba mi tío. Allí me enganché. Era un coro numeroso de jóvenes y niños. Yo tenía buen oído y disfrutaba mucho con las canciones, en las que hacían diferentes voces muy bonitas. Entre los mayores que llevaban el coro había una monitora que me ayudó mucho en aquel momento en que la situación por lo de mis padres era difícil. Cantar en los ensayos, en la misa, era como una terapia, como un refugio, y ahí es cuando comencé a sentir más conscientemente mi fe en Dios.
En ese periodo mi hermana se bautizó y unas semanas más tarde hicimos nuestra Primera Comunión. Yo tenía ya 11 años y estaba bastante desarrollada. Me vistieron con un conjunto corto, marinero, para que no pareciera una novia coliflor rodeada de sus damas. Era alta y grande en el grupo, pero no me sentía nada fuera de lugar, sino muy feliz y privilegiada. Recuerdo cómo viví intensamente el momento de recibir a Jesús,en el que, totalmente emocionada, derramaba lágrimas silenciosas de alegría mientras sonaba la canción de “Una espiga”. Sé que me sentía verdaderamente cerca de Dios.
Al año siguiente volvimos a La Mancha, y empezamos a vivir en Hinojosas con mi madre. Allí empecé a formar parte de un grupo de catequesis con el que continué hasta la Confirmación. Aprendí a tocar la guitarra y cantaba en el coro, del que, con el paso del tiempo, nos hicimos cargo entre otras compañeras y yo, integradas en el grupo de Liturgia. Mi vida era tranquila, como la de cualquier adolescente cristiano del pueblo. Comprometida con mi fe, participaba en todas las celebraciones, iba a los encuentros del arciprestazgo, estuve representando a los jóvenes en la Reflexión Pastoral Diocesana… Pero ese compromiso comenzó a resultar una obligación para mí en los últimos años del Instituto, cuando cada vez tenía menos tiempo porque el conservatorio me ocupaba muchas tardes y necesitaba el fin de semana para estudiar piano. Comenzamos a enseñar a tocar la guitarra a algunas niñas del coro, con la idea de tener relevo generacional y así poco a poco me fui desvinculando hasta que prácticamente dejé de ir a misa, creo que sin sentirme del todo culpable. Simplemente el cambio fue progresivo, siempre tenía excusa, siempre elegía otras cosas que me empezaban a apetecer más, o que para mí eran más urgentes, relacionadas con mis estudios. Me centré en terminar la carrera, cursos de formación, las oposiciones... Empecé a trabajar y tocaba en la Banda de Música de Puertollano así que tenía ensayos, conciertos... De repente no quedaba hueco para mi vida cristiana, pero yo seguía rezando por las noches y sintiendo mi fe en Dios, sin compartir con nadie la vivencia, yo sola.
La verdad es que estaba muy feliz, pero con el paso del tiempo sentí que tenía una espinita: me quería casar por la iglesia. Vivía con el que ahora es mi marido y estábamos pensando en formar una familia. Aunque quería que nuestra unión estuviera bendecida por Dios, lo iba postergando y me dejaba llevar por el ritmo diario. Casi me daba pereza plantearme hacer los cursillos prematrimoniales y todo me parecía más importante y urgente que eso. Al final me decidí por ellas, por las niñas. Cuando bauticé a mi primera hija tuve una conversación muy reveladora con el sacerdote Antonio y sentí el impulso que necesitaba. Poco después, el mismo día del Bautizo de la pequeña nos casamos Manuel y yo, en la iglesia de mi pueblo.
Así que el reencuentro con la parroquia vino con mis hijas… y con la música. Cuando ellas eran muy pequeñitas, por mediación de un amigo del conservatorio comencé a participar en los musicales del Proyecto Arco Iris de la iglesia San Juan Bautista de Puertollano. Estuvimos representando Godspel, un musical rock sobre la vida de Jesús con el que volví a vivir momentos intensos y muy especiales. Eso me enganchó de nuevo. Entonces llegó José Felipe de sacerdote a San Juan. Es el Delegado de Jóvenes, y con él llegaron nuevos proyectos musicales, como la participación en el Festival de Clipmetrajes de Manos Unidas, con el que fuimos premiados en una categoría regional, y finalmente “No tengo miedo”. Este musical de fe que supuso un enorme esfuerzo conjunto y un gran compromiso, me envolvió en una espiral de emociones y me acercó a la vivencia cristiana de muchos jóvenes, con una capacidad de entrega admirable. A raíz de esto comencé a participar en la Coral Diocesana, de la mano de su director, el sacerdote Tomás Jesús. Con ellos siento vivamente que la música contribuye a engrandecer de forma incomparable toda manifestación de celebración religiosa y que ayuda a elevarnos a Dios.
Cuando empezaron las niñas la catequesis en San José, y comenzamos a ir allí a misa, recuerdo que escuchaba el coro y pensaba “algún día formaré parte de este coro”. Igualmente más de una vez pensaba “algún día seré catequista” Pero nunca hice por acercarme. Ahí era una madre más y pasaba bastante desapercibida. Nunca me habría ofrecido porque seguía teniendo poco tiempo libre con el trabajo, mis actividades y las de las niñas. Tampoco era un propósito que me hubiera hecho, sino que me imaginaba a mí misma pero en un futuro muy lejano, incluso ya jubilada, ofreciendo ese servicio.
Y entonces un día me llamó Pedro y cuando me lo propuso ya no sabía qué hacer, porque de repente me veía inexperta y falta de preparación. Sentía que para poder ejercer esa responsabilidad con los niños se necesitaba una fe más fuerte que la mía, y un conocimiento teológico que no poseo.
Pero después pensé ponerme en manos de Dios y dejarme llevar.
Desde entonces intento transmitir los valores cristianos con ilusión para cumplir con mi vocación servicial. Porque me sentiría mal si sé que puedo ayudar y no lo hago. Si puedo ser útil, aquí estoy con lo que pueda aportar. Y en este caso sé que es muy importante poder acercar la fe a los niños y que tengan la oportunidad de vivir las mismas experiencias que he vivido yo compartiendo la oración con los demás.
Y entre esas experiencias, la más importante es que tanto en la Parroquia; con los catequistas, el grupo de Manos Unidas, como en la Coral y en la Pastoral de Jóvenes estoy conociendo personas increíbles que depositan día a día su confianza en el Señor. Verdaderos cristianos, ejemplo de sacrificio, de entrega y verdad que me animan a intentar seguir dando lo mejor de mí misma siempre que pueda.
Doy gracias a Dios por todo lo que aprendo de ellos. Doy gracias a Dios por estar aquí.